De pronto, una mañana temprano, en primavera, vieron un gran enjambre de canoas de cuero que se acercaba desde el sur, rodeando el promontorio, una horda tan densa que parecía que el
estuario estaba sembrado de carbón, y se blandían palos en todas las canoas.
Los hombres de Karlsefni alzaron sus escudos y los dos grupos se entregaron al comercio.
La tela roja era la mercancía que más deseaban comprar los nativos; también querían comprar
espadas y lanzas, pero Karlsefni y Snorri prohibieron esa venta.
A cambio de las telas entregaban pieles grises.
Los nativos tomaban un palmo de paño rojo por cada piel y ataban las telas alrededor de sus
cabezas.
El trueque se desarrolló de ese modo durante algún tiempo, hasta que la tela empezó a escasear; entonces Karlsefni y sus hombres las cortaron en piezas que no eran más anchas que un dedo, pero los skraelingar pagaron por ellas tanto o más que antes.
Entonces sucedió que un toro que pertenecía a Karlsefni y sus hombres salió a la carrera de los
bosques, bramando furiosamente.
El terror se apoderó de los skraelingar, que corrieron a sus canoas y se alejaron remando hacia el sur y rodearon el promontorio.
Después de aquel suceso los skraelingar no dieron señales de vida durante tres semanas enteras.
Pero a su término los hombres de Karlsefni vieron un enorme número de canoas que se acercaban desde el sur, derramándose como un torrente.
Esta vez blandían los palos en la dirección opuesta a la que sigue el sol y todos los skraelingar
aullaban.
Karlsefni y sus hombres alzaron entonces escudos rojos y avanzaron hacia ellos.
Cuando se produjo el choque nació una feroz batalla, y una granizada de proyectiles partió de las catapultas de los skraelingar y vino volando sobre ellos.
Karlsefni y Snorri vieron cómo izaban una gran esfera de color azul oscuro a un poste.
La esfera pasó volando sobre las cabezas de los hombres de Karlsefni y produjo un horrible
estrépito cuando dio contra el suelo.
Aquello causó en Karlsefni y los suyos espanto tan grande que su único pensamiento fue el de huir, y se retiraron subiendo por las márgenes del río.
No se detuvieron hasta alcanzar unos riscos, donde se aprestaron a ofrecer firme resistencia.
Se aventuró Freydis a salir de su refugio y presenció la huida, y gritó:
«¿Por qué vosotros, hombres tan osados, emprendéis tan vergonzosa fuga ante enemigos tan
miserables como éstos? Deberíais ser capaces de degollarlos como si de ganado se tratara.
Si yo tuviera algún arma estoy segura de que podría enfrentarlos mejor que cualquiera de
vosotros».
Los hombres no prestaban atención alguna a lo que iba diciendo. Freydis trató de unirse a sus compañeros, pero no podía reducir la distancia que la separaba de ellos porque estaba embarazada.
Cuando penetró en los bosques en pos de ellos, los skraelingar estaban ya muy cerca.
Frente a ella yacía un hombre muerto, Thorbrand Snorrason, con una piedra incrustada en la
cabeza y con su espada a los pies. Agarró la espada y se dispuso a defenderse.
Cuando los skraelingar vinieron corriendo hacia ella, sacó uno de sus pechos del corpino y dio en él con su espada.
Al ver aquello cundió el pánico entre los skraelingar, que corrieron a sus canoas y huyeron a toda prisa. Karlsefni y los suyos se acercaron a Freydis y encomiaron su bravura.
Dos de ellos habían perecido y cuatro de los skraelingar habían corrido la misma suerte, a pesar de que los enemigos de Karlsefni y sus hombres eran mucho más numerosos.
Retornaron a sus casas y se preguntaron acerca de la fuerza que había atacado desde el interior.
Se dieron cuenta, entonces, de que los únicos atacantes habían sido aquellos que habían venido
en canoa, y que la otra fuerza no había sido sino ilusión.
Los skraelingar hallaron al segundo normando muerto, cuya hacha reposaba a su lado.
Uno de ellos golpeó una roca con ella y la hoja se quebró; y juzgando al hacha carente de valor
porque no había podido aguantar el choque con la piedra, la arrojó lejos.
Karlsefni y los demás ya habían tenido ocasión de comprender que, a pesar de que la tierra aquella era excelente, no podrían disfrutar allí de una vida tranquila y libre de temores a causa de los nativos.
En consecuencia se aprestaron a abandonar el lugar y volver a casa.
Se marcharon navegando en dirección norte a lo largo de la costa.
Tropezaron con cinco skraelingar que dormían envueltos en pieles; junto a ellos había varios
recipientes llenos de tuétano de ciervo mezclado con sangre.
Los hombres de Karlsefni supusieron que habían sido expulsados del grupo que los había atacado, y los mataron.
Llegaron entonces a un promontorio en el que había numerosos ciervos; el promontorio semejaba un gigantesco pastel de estiércol, ya que los animales solían invernar allí.
Poco después Karlsefni y sus hombres llegaron a Straumfjord, donde abundaba todo aquello de lo que necesitaban.
Según cuentan algunos, Bjarni Grimolfsson y Freydis se habían quedado atrás, en Straumfjord, con cien personas, mientras Karlsefni y Snorri navegaban al sur junto con cuarenta hombres y, después de pasar dos meses escasos en Hope, volvían aquel mismo verano.
Karlsefni salió en su nave en busca de Thorhall el Cazador, mientras el resto de los expedicionarios permanecía donde estaba.
Navegó con rumbo norte hasta sobrepasar Kjalarnes y entonces viró hacia el oeste, dejando la
tierra a babor.
Era aquella una región boscosa, salvaje y desierta, y cuando la hubieron atravesado en su mayor parte llegaron a un río que corría en dirección este-oeste hasta perderse en el mar.
Penetraron en la desembocadura del río y se pusieron al pairo junto a la ribera sur.
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