Karlsefni navegó con rumbo sur ciñendo la costa, en compañía de Snorri, Bjarni y el resto de la
expedición.
Navegaron durante largo tiempo y el azar los llevó a un río que se deshacía en un lago, renacía y moría en el mar.
Frente a la desembocadura del río se extendían amplios bancos de arena, por lo que sólo podían acceder a ella con la marea alta.
Karlsefni y sus hombres penetraron el estuario, y llamaron Hope (Bahía de la Marea) a aquel
lugar.
Allí encontraron trigo silvestre que crecía en las tierras bajas, y vides en las tierras más altas.
Los peces bullían en todos los arroyos. Cavaron zanjas en la marca que había dejado la marea alta al retirarse; subió la marea, y cuando volvió a bajar había halibuts atrapados en las zanjas.
En los bosques vivía un gran número de animales de todas clases, y el ganado seguía con ellos.
Permanecieron allí durante quince días; olvidados de las penas gozaron de todo.
Pero una mañana temprano miraron en torno y distinguieron nueve canoas de cuero.
Los hombres que iban en ellas agitaban palos que producían un sonido semejante al que hacen los mayales desgranando maíz; el movimiento de los palos seguía el camino del sol.
Karlsefni preguntó:
«¿Qué puede significar esto?».
«Bien pudiera ser una señal de paz», respondió Snorri.
«Cojamos un escudo blanco y vayamos con él a su encuentro.»
Así lo hicieron.
Los recién llegados remaron hacia ellos y los miraron con asombro cuando llegaron a tierra.
Eran pequeños y de malvada apariencia y su pelo descuidado; tenían ojos grandes y anchos
pómulos.
Se quedaron donde estaban durante un rato, maravillándose, y luego se alejaron remando hacia el sur y rodearon el promontorio.
Karlsefni y sus hombres habían construido su poblado sobre una cuesta que daba al lago; algunas de las casas tocaban casi el agua, otras estaban un poco más lejos.
Pasaron allí todo aquel invierno.
No nevó una sola vez y el ganado sobrevivió sin ayuda.
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